Aquella noche, después de una copiosa lluvia, había salido la luna, que tan pronto brilla en los claros del cielo como se arrebozaba en los cenicientos y desbandados nubarrones, que huían en precipitada carrera impulsados por el huracán.
La noche estaba temerosa: sonaban las dos de la madrugada en los relojes de la Catedral y del Ayuntamiento de Sevilla, y yo me dirigía a mi casa (y de ustedes) a paso gimnástico, para ganar el tiempo que me habían hecho perder los aguaceros, obligándome –desprovisto de paraguas e impermeable- a esperar, refugiado bajo los dinteles de una puerta cerrada, a que cesara la lluvia y disminuyesen los arroyos de las calles.
Al desembocar en una de éstas, que apenas mediría de tres a cuatro metros de anchura, vi en medio de ella a un hombre alto, seco, con pobladas patillas a lo contrabandista, sombrero cordobés derribado sobre el cogote, y capa sujeta al hombro izquierdo, arrastrándole por el suelo lo demás del paño. Blandía mi hombre una navaja descomunal con honores de machete o sable, y con ella dibujaba en el aire tajos y reveses y daba tremendas puñaladas en las paredes de uno y otro lado. Animábase en estos ejercicios recitando en voz alta, enronquecida por el zumo de uva o leche de parras, y con lengua torpe y trapajosa, el invariable monólogo del perfecto borracho.
Como mi paso por la calle era forzoso, y temí algún desaguisado me paré en la esquina con la esperanza de que siguiera su camino, si por ventura seguía alguno aquel adorador de Baco y discípulo de Marte, y entretúveme en escuchar sus discursos.
-Por aquí no pasa naide, decía él, hablando sólo y haciendo milagros para guardar el equilibrio. ¡Olé, vivan los valientes! Pa guapo yo…y la gente e mi barrio, la gente e Triana…Allí toos semo unos barbianes. Estos señoritines e Sevilla, ni sirven pa náa, ni valen pa náa…!Viva la mare que me echó ar mundo, y viva yo, y lo valiente que soy!
Y acreditándolo con los hechos, descargó una terrible puñalada sobre la pared, que estaría reblandecida por la lluvia, pues cayó al suelo un montoncillo de escombros.
-¡Josún…! Exclamó el beodo, admirando su propia hazaña y el desconchado, y desclavando el navajón. ¡Josún…! ¡Si esto lo jago con un cuerpo e ladrillo, qué no jaría con un cuerpo e carne e verdá! ¡Que vengan guapos!...!Náa, que por aquí no pasa naide sin que lo moje!...Na más que la gente er barrio, los trianeros, porque los valientes nos ebemos respeto…!Ole ya, y viva mi barrio!
En esto, al dar un enorme traspiés, deslizáronsele al suelo, sin que lo advirtiera, sombrero y capa, quedando esta tendida a lo largo.
-¡Que lo digo, no pasa naide!..., repetía él, con la pesadez del vino. Pero…¿qué burto e jese? dijo, fijándose en la capa y el sombrero. ¿Habré matao a arguno sin sentirlo? Vamos…pos si son una pañosa (1) y un estache… (2) Algún pobrete, viéndome aquí jecho un Francisco Esteban, se habrá esnuáo esa empeimenta pa juí con toa libertá. ¡Náa, que pa valiente yo…y que por aquí no ejo pasá a naide más que a la gente e Triana, a la gente e mi barrio, que e er barrio de los mozos crúos!
Faltándome ya la paciencia, me aventuré a entrar en la calle, pegando mi cuerpo a la pared y empuñando el bastón como arma defensiva. Llegué, receloso, a ponerme enfrente del orador, y cuando yo esperaba que éste me acometiera, vi con asombro que retrocedió y cerró la navaja, diciéndome al propio tiempo:
-¡ Vayasté con Dió, y sin cudiao, que usté va pa er barrio!
-¡ Vayasté con Dió, y sin cudiao, que usté va pa er barrio!
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(1) capa (2) sombrero
Fuente; Revista Blanco y Negro 19 de agosto de 1893
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